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La trampa invisible: corrupción en el núcleo de la arquitectura institucional del Estado

Por: Dacker Gonzales

La corrupción no es un fenómeno extraño ni ajeno al comportamiento humano, es una extensión lógica de nuestra propia naturaleza. Los seres humanos, como entes biológicos, estamos diseñados para optimizar, buscamos fines y elegimos medios que minimicen el esfuerzo y maximicen el resultado. Esta capacidad adaptativa es lo que ha garantizado la supervivencia de nuestra especie. Sin embargo, cuando este impulso natural se encuentra con estructuras institucionales débiles, desconectadas del control directo del mercado, se transforma en corrupción.

No es que el corrupto sea, en principio, un monstruo moral. Muchas veces, es simplemente alguien que encontró un atajo rentable y lo tomó, luego lo normaliza. Si el sistema lo permite —o peor aún, lo incentiva—, ¿por qué no lo haría? Esa decisión responde menos a una maldad intrínseca y más a una racionalidad con base biológica: si puedo obtener algo valioso con bajo riesgo, y no hay consecuencias o el costo es inferior al beneficio, lo más probable es que lo intente. En entornos permisivos, esa lógica se impone sin resistencia.

Aquí es donde la diferencia entre estructuras de mercado y estructuras de no mercado se vuelve fundamental. En el mercado, para generar ingresos, hay que hacer bien las cosas. Hay que satisfacer necesidades reales, mejorar productos, competir. Si una empresa se vuelve ineficiente —porque sobredimensiona costos, contrata por amiguismo o pierde de vista al cliente— el propio mercado la castiga. Pierde competitividad, rentabilidad, y eventualmente desaparece. El mercado tiene un mecanismo brutal, pero efectivo: elimina lo que no funciona. Y en ese filtro, la corrupción interna que mina la productividad también es desplazada.

En cambio, en las estructuras de no mercado, como el Estado y entidades no gubernamentales vinculantes al Estado, claro, los ingresos no dependen del mérito ni del resultado. Provienen de impuestos o transferencias. La desconexión entre lo que se entrega y lo que se recibe crea el caldo de cultivo perfecto para el descontrol. Se pueden inflar presupuestos, contratar personal innecesario, direccionar obras por favores políticos y, sin embargo, los fondos siguen llegando. El dinero fluye no por rendimiento, sino por decreto.

Esto quiere decir que el mercado es moralmente superior y posee un sistema automático de corrección: la quiebra. Si haces mal las cosas durante mucho tiempo, te vas. Las estructuras de no mercado, carecen de controles reales, no quiebran. Al contrario, suelen pedir más recursos. Y esos recursos no salen del aire, salen de los bolsillos de todos, en forma de más impuestos hoy, o deuda que pagaremos mañana.

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