La historia del dinero es, en el fondo, la historia de nuestra lucha por intercambiar valor sin ser rehén de quien emite la unidad de cuenta. Hoy ese pulso se reactiva con Bitcoin, una invención que combina criptografía y consenso distribuido para ofrecer el bien más difícil de inflar que jamás hayamos visto. Para sopesar si puede convertirse en la “moneda de mercado” —la preferida por agentes libres cuando el regulador no la bloquea— conviene recorrer dos líneas que se entrecruzan: la evolución de las mercancías‐dinero y la creciente captura del sistema financiero por los Estados.
Desde la sal y el cacao hasta el oro, la selección monetaria ha seguido un criterio implacable: liquidez y escasez. La sal pagaba salarios en el Mediterráneo porque era divisible y demandada; el cacao circulaba en Mesoamérica por idénticas razones. Sin embargo, ambas materias eran vulnerables a la sobreproducción: abrir nuevas salinas o cosechar más vainas podía duplicar la oferta y erosionar su poder adquisitivo. Los metales preciosos ofrecían una solución parcial: la razón stock/flujo del oro —decenas de milenios de reservas por cada año de extracción— hacía que incluso grandes hallazgos movieran los precios solo unos puntos porcentuales. Pero “parcial” significa que el problema no desapareció: basta recordar la revolución de los precios europea tras la llegada masiva de plata americana o las ondas inflacionarias del oro de Klondike y Witwatersrand.
Detrás de estos episodios late el principio que Milton Friedman resumió con contundencia, pero que ya asomaba en la tradición austríaca: la inflación es un fenómeno monetario. La carestía generalizada de bienes no se sostiene durante décadas a menos que el número de unidades monetarias aumente más deprisa que la demanda de atesorarlas. Shocks de cosechas, huelgas o cuellos de botella alteran precios relativos; la inflación crónica exige la “magia” de imprimir dinero —o su variante moderna, crear depósitos electrónicos— más rápido que la productividad.
Aquí irrumpe el Estado moderno. Cuando los reyes descubren que acuñar vellón barato financia guerras sin subir impuestos, y cuando los parlamentos aprenden que la deuda denominada en su propia moneda puede licuarse con inflación, la tentación resulta irresistible. El patrón oro fue un freno físico, pero apenas duró un siglo. Con el abandono definitivo de la convertibilidad en 1971, el monopolio de emisión quedó blindado por ley de curso forzoso, bancos centrales independientes… de todo menos del poder político —y redes reguladoras que exigen licencia hasta para mover cien dólares entre fronteras. Quien controla la oferta de dinero, controla la tasa de interés, el precio del crédito, las burbujas, los ciclos y, en último término, la respiración económica de la sociedad.
Bitcoin nace justo contra ese telón de fondo. Su código impone un calendario decreciente de emisión que culmina en 21 millones de unidades y ni un satoshi más. No hay ventanilla de urgencia ni “plan de austeridad” que lo altere sin un consenso casi unánime de la red global. Mientras la banca central puede multiplicar la base un 30 % en un trimestre —como ocurrió en 2020—, la tasa de creación de Bitcoin cayó bajo el 1 % anual tras el halving de 2024 y seguirá despeñándose. Ese contraste no es técnico: es político‐monetario.
A menudo se objeta que el Bitcoin es demasiado volátil para ser dinero. La gráfica BTC/USD muestra picos y valles dramáticos; sin embargo, la variable que se expande y se contrae es el denominador —el dólar— no el numerador. Una fracción fija de 21 millones permanece inmutable: lo que fluctúa es cuánta divisa fiduciaria, plasmada en un sistema bancario elástico, está dispuesta a ofrecer el mercado por esa fracción. Cuando el precio “cae” de 60 000 a 30 000 o de 100 000 a 60 000 dólares no asistimos a la inestabilidad física de un protocolo, sino a la inestabilidad del poder adquisitivo del dólar frente a un bien de oferta rígida. En este sentido, Bitcoin refleja más que provoca la volatilidad inherente al dinero fiat.
El eslabón decisivo es la regulación. Mientras los gobiernos vean a Bitcoin como un simple activo especulativo, permitirán su comercio en plataformas vigiladas; cuando lo perciban como competidor directo de la moneda nacional, desplegarán la batería habitual: impuestos punitivos, licencias imposibles, controles de salida de capital y retórica “antiterrorista”. La pregunta, pues, no es si Bitcoin puede funcionar como moneda de mercado —técnicamente ya lo hace en miles de transacciones diarias— sino si se le permitirá crecer hasta convertirse en la unidad de cuenta que las personas elijan libremente para salarios, contratos y ahorros.
Que esa transición encierre riesgos financieros —deflación de precios nominados en fiat, dislocaciones crediticias— es innegable; también lo es que el statu quo reparte otros riesgos más silenciosos: inflación crónica, privilegios de señoreaje y la capacidad del poder político de subir el volumen o estrechar la boquilla de la liquidez según convenga al ciclo electoral. En un mundo donde casi todo movimiento de capital se filtra por bancos que reportan a la autoridad, poseer una clave privada que no puede ser confiscada sin la contraseña representa un grado de libertad económica inédita desde que abandonamos el oro físico.
Bitcoin, entonces, se ofrece como la culminación digital de aquella búsqueda milenaria por un dinero duro. Si la regulación no lo estrangula, el mercado —es decir, la suma de decisiones de millones de individuos que prefieren conservar su valor antes que pagarlo en inflación— tenderá a adoptarlo. No será un salto instantáneo ni indoloro, pero refleja la misma lógica que convirtió conchas en cobre, cobre en plata y plata en oro. Quien monopoliza la imprenta controla la sociedad; quien porte un dinero que nadie puede inflar empieza a escribir otra página en esa relación de fuerzas. La disyuntiva está servida.